El teléfono no paraba de sonar y yo no tenía ganas ni
fuerzas para descolgar. Desde la pérdida de Rachel, nada era igual. Tan
solo su hermana Nadia lograba sacarlo de casa y alimentarlo.
—Víctor,
¿qué crees que pesaría Rachel si te viera así de desaliñado y decaído?
—le dijo ella cuando lo encontró tendido en el sofá.
—Tienes razón, hermanita. Debo ponerme en forma y cuidarme, pero es muy duro no verla cada día.
—Lo sé, el dolor nunca pasa, pero el tiempo lo atenúa un poco.
—Si te apetece, ven a comer con Walter y conmigo —le dijo, acariciando su cabello.
—Te
lo confirmo más tarde —dijo él con media sonrisa. De pronto, el móvil
sonó; lo tenía en la mesita de té. Nadia contestó y se lo pasó a él,
diciendo: «Es Walter».
—Dime,
Walter, ¿qué ocurre? Si lo conozco, vale, me paso en 10 minutos. Y
colgó el celular. Bueno, al parecer, tu marido me ha conseguido un caso
—dijo con melancólía..
Se levantó, se duchó y se puso uno de los mejores trajes que Rachel le había comprado.
—Te acompañó, dijo ella.
A dos manzanas del loft, la policía acordonaba el lugar donde había sido sustraído un objeto de gran valor.
—Te dejo y avísame si vienes a cenar, le expresó su hermana, besándole la frente.
—Gracias, Víctor, por venir, terció Walter, viendo cómo Nadia lo acompañaba.
—Hola, Walter, ¿qué puedes decirme?
El
dueño del edificio ha echado en falta un objeto de un valor
incalculable. Lo tenía en una Fichet de último modelo. Y, según le había
asegurado, era una caja inexpugnable.
—Vamos
a ver esa caja. -Se dirigió al salón, donde no tuvo dificultad para
encontrar la ubicación de la caja. Estaba empotrada en el suelo; se fijó
que las esquinas de la impresionante alfombra persa estaban
desgastadas, más en un lado que en el otro. Se puso unos guantes que
Walter le había dado y levantó la esquina más gastada. Allí estaba la
flamante caja fuerte con el teclado.
—¿Tienes la llave? —preguntó.
—Sí, aquí la tienes, y la clave es… —se detuvo cuando vio que había tecleado una clave. Le pidió la llave y crack se abrió.
Víctor
se agachó y examinó la caja fuerte con detenimiento. La pintura estaba
intacta, no había signos de haber sido forzada. Sin embargo, algo no
encajaba. Se pasó la lengua por los labios y se concentró. De repente,
sus ojos se posaron en una pequeña marca en la esquina inferior
izquierda del teclado. Era casi imperceptible, pero allí estaba. Una
pequeña muesca en el metal. Sonrió con satisfacción.
—Walter, creo que sé cómo se hizo esto —dijo, señalando la marca.
Ese
detalle no lo habría descubierto si no hubiera logrado abrir la caja.
Curiosamente, lo que sorprendió a Walter fue la habilidad de Víctor para
abrir la caja en tan solo 20 segundos, y le preguntó:
—¿Cómo lo has hecho?
—Es
fácil, conozco al dueño y sé de sus gustos esotéricos. Solo había dos
opciones: o era una secuencia de Fibonacci o el número áureo. Me decidí
por el primero y acerté.
—¿Te ha dicho el dueño que guardaba en la caja fuerte? —preguntó Víctor.
—Sí, un florín de oro. Creo que es una primera acuñación de 1252.
—La
primera edición. ¿Qué interesante.? Sabes que corre una leyenda que
cuenta que los primeros florines fueron acuñados con oro robado por unos
ángeles para asegurar el futuro de su amado pueblo a Lucifer. Todo
poseedor de una de las primeras monedas será salvaguardado por los
mismos ángeles de los ataques de Lucifer, que desea recuperar su oro.
Cuando
Víctor se percató de lo maravilloso de aquel objeto, enseguida supo
quién había sido el ladrón. Era un ladrón de guante blanco, un enviado
del señor del averno.
—Vamos,
estamos a tiempo de pillar al ladrón antes de que desaparezca —dijo,
mientras cogía su Porsche GTS y salía disparado, seguido de la patrulla
de Walter.
En la
antigüedad, los accesos al averno, o Hades, como prefiráis llamarlo,
eran diez, pero con el transcurso del tiempo se fueron cerrando y, en la
actualidad, quedaban cuatro: uno en el Etna, otro en el pozo de
Darvazá, en Turkmenistán; otro más en Australia, más exactamente en una
grieta de Uluru, la roca gigantesca. Pero había una cuarta, y se
encontraba en Luisiana, más exactamente en el gran Bayou Plaquemine,
junto a un gran ciprés calvo de ramas entrelazadas.
Víctor
llegó a la entrada del parque natural y alquiló un aerodeslizador para
moverse por los ramales y marismas. Los cipreses calvos y espartinas lo
cubrían por doquier; era como si no le dejaran avanzar, hasta que
descubrió el gran ciprés calvo de color mortecino con una endidura en su
tronco. Habían llegado a tiempo, ya que minutos después se presentó el
famoso ladrón de guante blanco, Omar Sy, que al verlo allí se dio cuenta
de que no tenía escapatoria; eran buenos conocidos..
—Omar,
tú por aquí, querido amigo, dijo Víctor con cautela. .—Omar, te has
mezclado con algo que no te compete. Si le devuelves el florín a esa
sabandija, te matará, dijo Víctor con calma. —Esto tan solo atañe a
seres etéreos. Dame el florín, apremió, tendiéndole la mano.
Omar
se lo pensó, pero finalmente se lo entregó. Era una magnífica pieza de
500 gramos de 24 quilates. Grabados en el anverso, había una imagen de
dos serafines transportando una enigmática caja y, en el reverso, la
imagen de un enigmático ojo con la leyenda en latín que rezaba así:
«Omnia videt, omnia cognoscit et agit»; que para los que no sepan latín
dice así: «Él todo lo ve, todo lo sabe y actúa en consecuencia».
—Omar, será mejor que te vayas; están a punto de llegar la policía, dijo Victor.
—¿Pero por qué lo haces? ¡Merezco que me detengan!, refirió él
—No
tienes la culpa de que te dejaras seducir por el príncipe de las
sombras, que, deseoso de recuperar su oro, otrora manchado de sangre de
inocentes, pero ahora puro y virginal, se valió de engaños y
subterfugios para atraerte a su círculo, dijo Víctor, cabizbajo.
—Yo devolveré el florín y ya intentaré algo para librarte del peligro.
—Víctor,
eres un gran amigo. Lamento no haber asistido a los funerales de
Raquel, dijo apesadumbrado. Se giró y desapareció justo en el instante
en que llegaba Walter. —Toma, aquí tienes el florín desaparecido. Casi
lo logra; si no hubiera llegado a tiempo, se lo habría llevado al otro
lado.
Walter puso esa cara de «no me lo puedo creer, lo ha vuelto a hacer» y a mí me deja con un canto en los dientes.
Te puedes llevar todo el mérito, querido amigo. Después de todo, eres mi cuñado y te mereces un ascenso, refirió Víctor.
Final del tercer caso del detective Víctor Vorodier.
M. D. Álvarez